Con esta exposición, Rigoberto Quintana reta también otras nociones que aún prevalecen en la plástica, como la del carácter secundario del dibujo. Eleva incluso los materiales con los que trabaja, transformando en ingeniosa búsqueda, que atribuye a sus orígenes en Cuba, hasta bolas de tenis en el mejor difuminador, siempre empeñado en lograr una calidad y depuración técnica que separan su obra del monto de la creación contemporánea. Piezas tan cuidadas como estas, descritas por el propio autor como hipervisuales, exigen en realidad la hipervisualidad o exageración del acto de mirarlas. El artista provoca nuestro acercamiento a la imagen versus el de imágenes que a nosotros llegan producto de ampliaciones, como ocurre con las flores de Georgia O’Keeffe o con las composiciones lineales del expresionista abstracto Franz Klein. También dibujante, Klein pintaba, mediante ampliadas proyecciones que de sus dibujos hacía sobre grandes lienzos, con la irónica intención de que el espectador obviara la gestualidad de las heroicas líneas negras y mirara los espacios blancos que estas demarcan. El espacio es igualmente elemento esencial en la obra de Quintana, pero no como lo contenido sino como aquello que contiene mundos infinitos, madejas preñadas de posibilidades para el ojo laborioso que urga las más policromadas y para el paciente que contempla las más monocromáticas y espera hasta adaptarse a las más oscuras.

Vista a distancia, la muestra, por el común denominador de esferas que se repiten en cada una de las composiciones, parecería ser monótona. Acompasadamente y rayando en la labor de la catalogación, sus fichas técnicas solo distinguen las piezas por medio de números y no de títulos descriptivos o individualizados. No obstante, es el pie forzado de la forma esférica lo que, más allá de variaciones de luz, de color y de medio, mejor acentúa la diversidad de la propuesta. Estos puñados embriónicos, curtidos con referentes vegetales, antropomorfos y zoomorfos, de figuración presta a eclosionar, no necesariamente conducen al espectador por un derrotero colectivo, como tampoco coherente. Son ramalazos visuales de una memoria, fracturada según el artista, quien compara sus imágenes con las que de forma dislocada ofrece un dvd dañado incapaz o incapacitante a la hora de construir historias. Hace un tiempo que Rigoberto Quintana abandonó la narrativa, que en trabajos anteriores facilitaba parcialmente a su público mediante pistas. Ahora, sin llevarnos a ninguna parte ni ofrecernos revelación alguna, estas pistas solo aparentes enganchan en el proceso de la búsqueda al menos curioso y consiguen satisfacer hasta al que más se afana en hallar cosas donde no las hay.

 La apertura de estas obras, explayadas a la interpretación del que las mira, se ve acentuada por la falta de marcos en casi todas ellas. Al rebasar los límites físicos de su soporte, el espacio como temática ya no es solo el de los planetas / esferas que el artista representa. Ante esta ganancia nos sorprende que Quintana encasillara las más cromáticas y únicos acrílicos de la exposición. Sin embargo, más interesante que la cualidad mural de la obra por su relación con el entorno es la que su autor le adjudica cuando, con una técnica hermanada al fresco, fusiona la capas preparatoria y superficial. La unión del grafito y de los pigmentos con el yeso como aglutinante que logra por deducción este artista, también dado a utilizar los mejores materiales, genera una riqueza táctil que nos invita a deshojar los “estratos” del objeto artístico. Yendo incluso más allá de la propia imagen, entrevemos un sinnúmero de incisiones que, testimonio de las incursiones de Quintana en el grabado, parecen yacer fosilizadas bajo el pigmento. De todas las piezas, se nos revelan las oscuras como las mejor logradas, pues al ser las que más nos exigen, son también las que más nos dan.

 La recompensa, como ocurre con las pinturas aparentemente negras de la capilla Rothko, la brinda la contemplación de aquel que, haciéndole honor a la última parte del nombre de esta exposición, le dedique varios minutos a su apreciación. Debería, pues, haber no un banco en el centro de la sala a la manera de los que suelen tener los museos, sino un taburete delante de cada una de las piezas como los que encontramos en las mundanales barras. Solo adentrándonos en estas obras de Rigoberto Quintana podremos participar del desarraigo que motivó al artista, expatriado no porque viva fuera de su patria, sino porque teniendo dos, Cuba y Puerto Rico, no se debe a una más que a la otra. Y en el proceso, desarraigarnos también nosotros de esta realidad para rendirnos a la alternativa que el arte propone y que es a fin de cuentas uno de sus cometidos más grandes o, por qué no, inmensos.

La exposición Inmensos Diminutos, de Rigoberto Quintana, se presenta al público desde el 24 de septiembre hasta el 14 de noviembre de 2014 en la SalaFAR de la Fundación Ángel Ramos.

La apertura de estas obras, explayadas a la interpretación del que las mira, se ve acentuada por la falta de marcos en casi todas ellas. Al rebasar los límites físicos de su soporte, el espacio como temática ya no es solo el de los planetas / esferas que el artista representa. Ante esta ganancia nos sorprende que Quintana encasillara las más cromáticas y únicos acrílicos de la exposición. Sin embargo, más interesante que la cualidad mural de la obra por su relación con el entorno es la que su autor le adjudica cuando, con una técnica hermanada al fresco, fusiona la capas preparatoria y superficial. La unión del grafito y de los pigmentos con el yeso como aglutinante que logra por deducción este artista, también dado a utilizar los mejores materiales, genera una riqueza táctil que nos invita a deshojar los “estratos” del objeto artístico. Yendo incluso más allá de la propia imagen, entrevemos un sinnúmero de incisiones que, testimonio de las incursiones de Quintana en el grabado, parecen yacer fosilizadas bajo el pigmento. De todas las piezas, se nos revelan las oscuras como las mejor logradas, pues al ser las que más nos exigen, son también las que más nos dan.

 La recompensa, como ocurre con las pinturas aparentemente negras de la capilla Rothko, la brinda la contemplación de aquel que, haciéndole honor a la última parte del nombre de esta exposición, le dedique varios minutos a su apreciación. Debería, pues, haber no un banco en el centro de la sala a la manera de los que suelen tener los museos, sino un taburete delante de cada una de las piezas como los que encontramos en las mundanales barras. Solo adentrándonos en estas obras de Rigoberto Quintana podremos participar del desarraigo que motivó al artista, expatriado no porque viva fuera de su patria, sino porque teniendo dos, Cuba y Puerto Rico, no se debe a una más que a la otra. Y en el proceso, desarraigarnos también nosotros de esta realidad para rendirnos a la alternativa que el arte propone y que es a fin de cuentas uno de sus cometidos más grandes o, por qué no, inmensos.

La exposición Inmensos Diminutos, de Rigoberto Quintana, se presenta al público desde el 24 de septiembre hasta el 14 de noviembre de 2014 en la SalaFAR de la Fundación Ángel Ramos.

 

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