Sé que algunos no te entendían o pensaban que era contradictorio que como sacerdote franciscano que hacía trabajo social, te sentaras en la mesa a hablar con el gobernador que fuera; que supieras llevar sandalias o guayabera, que hablaras con el más pobre o con el más poderoso de igual a igual, que abogaras por la equidad a todos los niveles. No comprendían que fueras algo más que la voz dominical en alguna iglesia y quisieras, además, compartirnos otras formas de manifestar tu vocación: a través de la poesía, de la palabra, de tu aguda y generosa intelectualidad. No entendían esa frase de Paul Ricoeur que tanto te gustaba, esa que decía que “el ser humano es ese ser que nunca coincide del todo consigo mismo”.
Muchos se sorprendían al conocerte. ¿De dónde proviene tanta fuerza? Entonces hablabas de Rincón, de tu niñez, de los libros y de la gente. Lo hacías con esa inagotable capacidad de asombro que tenías, lo mismo ante una obra de arte que al escuchar una carcajada. Yo no entiendo eso de que te has ido. Pero voy entendiendo un poco mejor lo que es el aire... la llama del agua, o esa luz que nos persigue a todos.