La comunidad toabajeña que acoge el Proyecto Niños de Nueva Esperanza reflexiona sobre la convivencia junto a los frailes franciscanos.
Por Tatiana Pérez Rivera :: Oenegé
La bravura se muestra de varios modos. Con acciones osadas en condiciones difíciles o con amor en situaciones igualmente temerarias. Ambas demostraciones realizó el sacerdote franciscano Ángel Darío Carrero, quien murió recientemente tras ser víctima del cáncer, durante el tiempo de servicio que dedicó al barrio Los Bravos en el sector Sabana Seca de Toa Baja.
Unas 500 casas tiene el barrio que vive todos los desafíos que la pobreza y el aislamiento imponen. En el 1994 vieron cómo a una de estas llegó a vivir un grupo de sacerdotes de sotanas marrones. Los frailes franciscanos practicaban el llamado “proceso de inserción”, inspirados por corrientes como la Teología de la Liberación, de modo que cambiaron la vida en un convento por habitar en el barrio en el que trabajaban. No fueron un vecino común.
Llegó a Sabana Seca siendo apenas un joven y allí creció como religioso, como gestor cultural y como apoyo para la comunidad que hoy celebra la intensidad de una vida bien vivida.
Por Ana Teresa Toro :: Oenegé
Piensan en él y sonríen. Hay tristeza, sí. Pero el consuelo llega al pensar en 49 años vividos con intensidad, con amor, con fe en que es posible transformar la vida de las personas y los espacios, y con la certeza de que el camino empieza aprendiendo a soñar. En la historia del Padre Ángel Darío Carrero esas ideas no llegaban sólo de manera abstracta. Y el mejor ejemplo está -literalmente- hecho en concreto.
Nació en Nueva York y siendo aún un niño llegó a vivir junto a sus padres al pueblo de Rincón, recoveco de Puerto Rico en el que comenzaría a cultivar su pasión por la lectura y la escritura de poemas que solía lanzar al mar y verlos difuminarse en el agua. Se formó en la hermandad franciscana e inició su aspirantado en la Parroquia San José Obrero en Sabana Seca, Toa Baja. Estudió en México, España y Alemania y tras ordenarse sacerdote regresó al barrio donde comenzó su formación y al que ya sentía como su hogar.
El oxímoron con el que Rigoberto Quintana titula su muestra más reciente en la SalaFAR de la Fundación Ángel Ramos, Inmensos diminutos, sugiere otro a la inversa: el del pequeño gigante, como el que alguna vez fuera El pensador de Auguste Rodin. Originalmente conocido por el nombre de “El poeta”, la primera vez que el público vio la escultura, esta presidía – con apenas 27 pulgadas de alto – el imponente conjunto de las puertas del infierno desde su dintel. Más de dos décadas pasaron antes de que Rodin, en un acto verdaderamente redundante, triplicara el tamaño del pensante que ya muchos consideraban un coloso, puesto que en el arte, contrario a la acepción popular del término, lo monumental no se circunscribe a dimensiones exorbitantes. Lo mismo podría decirse del espacio en el que se exponen las catorce piezas de pequeño formato que Quintana ha ejecutado con gran celo y que no con menos ha dejado salir de su taller. Destinada anteriormente a la entrega y pago de anuncios para el periódico El Mundo, esta área de tránsito entre el vestíbulo y la cafetería del Edificio Fundación Ángel Ramos es hoy un reducido salón de exposiciones que, no teniendo cuatro paredes del todo, ha conseguido potenciar consistentemente la obra que allí se ha expuesto desde que abriera sus “puertas” en el año 2010.